Fausto, un romano, le pregunta al Señor Jesucristo sobre el cielo y el infierno.
El Señor le contesta explicando que el verdadero Reino de los Cielos de Dios se encuentra en todo lugar para quien es un verdadero amigo de Dios. Pero en ningún lugar para los enemigos de Dios.
Para el enemigo de Dios todo lugar es un infierno, no importa en dónde ponga su mirada. Ni arriba ni abajo.
Porque arriba, las estrellas son también planetas como la Tierra. Y abajo, debajo del suelo están los seres juzgados que también morirán como la carne del hombre.
El cielo se encuentra solo en el interior del corazón del hombre porque allí ha sido puesto la semilla viva de la cual surgirá la vida eterna como un eterno amanecer y alborada.
Cuando alguien muere y abandona su carne, será puesto en el espacio infinito de Dios. Lo que encuentre dependerá del tipo que sea su corazón, puede ser cielo o infierno.
Dios jamás creó cielo alguno ni tampoco infierno. Todo esto proviene únicamente del corazón del hombre. Cada hombre se prepara para sí mismo el cielo o el infierno, lo bueno o lo malo. Depende de lo que él crea, quiera y haga. Vivirá según la fe que tenga. La fe es lo que alimenta a su voluntad que lo llevó a la acción.
Por eso es importante que cada uno pruebe bien las tendencias de su corazón. Si lo hace pronto sabrá qué espíritus moran en su corazón.
Si sus tendencias llevan a su corazón a un amor por el mundo.
Si tiene anhelo a llegar a ser alguien grande y famoso en el mundo.
Si el corazón, que tiene deseos de soberbia, tiene aversión a la humanidad pobre.
Si siente un fuerte deseo de dominar o gobernar sin haber sido elegido y ungido por Dios.
Entonces la semilla del infierno está en su corazón.
Y si no lo combate eficazmente y no lo ahoga, entonces el hombre se prepara nada más que el infierno que lo gozará después de la muerte de la carne.
Pero si el corazón del hombre está lleno de humildad y se siente feliz con ser el último entre los hombres, de servir a todos por amor a sus hermanos y hermanas, sin tomar mucha consideración por sí mismo.
Si obedece voluntariosamente a sus superiores y a sus hermanos en todo lo que es bueno e útil.
Si ama a Dios por sobre todo.
Entonces la semilla del cielo crece en su corazón a un cielo verdadero y eterno.
Este hombre, después de la muerte de su carne, no irá a ningún otro lugar más que al reino de los cielos de Dios, porque el cielo mora ya en plenitud en su corazón que está lleno de la verdadera fe y la esperanza más pura y del Amor.
Fuente: Gran Evangelio de Juan, tomo 2, capítulo 8